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Sheffedra Castle

lunes, 14 de julio de 2008

Desde la chimenea una tenue luz iluminaba la alargada y oscura estancia. Sobre las ventanas, unos opacos tapices de color esmeralda cerraban el paso a los débiles reflejos provenientes de la Luna que proyectaban tétricas sombras sobre el Bosque Gindellford y una alargada y vieja mesa de nogal se apoyaba sobre una desvencijada trampilla. Alrededor, la familia Malfoy se extendía mientras un en el ambiente reinaba un continuo cuchicheo de cuchillos y tenedores que chocaban inevitablemente con los delicados platos de porcelana.

__No debes preocuparte, desde que naciste tienes un sitio en la casa Slytherin. exclamó dulcemente Astoria Malfoy mientras acariciaba el cabello rubio platino de su hijo menor.
__Tranquilo Scorpius, lo llevas en la sangre. Desde hace mil años ningún Malfoy ha quedado excluido de la noble casa Slytherin. afirmó Draco con rotundidad.
__Éste jamás pisará las mazmorras, está enfermo de la cabeza, piensa de que la inteligencia es el mayor premio de un ser humano. Mucho antes de la astucia y la ambición. se jactó Nathan, el hermano mayor de Scorpius.

Mientras, el pálido y jóven muchacho se encontraba refugiado en el lado derecho de la mesa. Sólo. Sobre su plato aún quedaban restos de pollo asado con berenjenas que removía sin saber por qué, intentando rehuír las continuas burlas de su hermano mayor. «Seguro que eres un sangre sucia, por eso tienes miedo, llorica. A mi el Sombrero Seleccionador me temía» alardeaba Nathan ante la antenta mirada de su padre que lo contemplaba orgulloso. Sin embargo Scorpius siempre había sido el olvidado de su familia. Su magia era menos potente que la de su hermano, que ya llevaba un año en Hogwarts, y su padre lo relegaba a un segundo plano por ser el primogénito. Además sus apagados ojos le proporcionaban un aspecto triste y desaliñado que su prodigiosa mente no podía remediar.

__¿Puedo irme a mi cuarto? suplicó Scorpius.
__Claro, mañana es el día, debes estar descansado y lúcido para la gran prueba afirmó su madre.

Scorpius abandonó el salón dejando atrás los crueles comentarios de su hermano; «¡Huye sucio muggle!», «No eres digno de llevar el mismo apellido que yo». Aligeró el paso y ascendió el primer piso, en el que residían sus padres y llegó al segundo, donde se encontraba su dormitorio y el de Nathan. Tras pasar por delante de los aposentos de su tedioso hermano se plantó frente a la puerta de su habitación. Una cortina verde se desprendió del techo y cubrió la entrada por completo y dejando entrever el rostro de una mujer. «¿Qué cultura valoraba positivamente al cuervo?» preguntó la dama que lucía unos largos rizos morenos, «Los vikingos» afirmó seguró el muchacho. La cortina se retiró dejando libre la entrada a la puerta. Scorpius posó su huesuda mano sobre el pomo de la misma y la abrió.

Una vez dentro, la habitación parecía no pertenecer a aquel castillo. Los verde esmeralda, plateado y negro que inundaban la nueva residencia de lo Malfoy habían desaparecido para dar paso al granate. El jóven Scorpius, pese a ser habilidoso en el quidditch, era guardián, y un descendiente de la noble familia Malfoy, familia que jamás había manchado sus venas con sangre no limpia, era un fiel aficionado, en secreto, del West Ham United, un londinense equipo de fútbol. «Jamás volverás a ese sucio estadio lleno de muggles, recuérdalo toda tu vida» le dijo acaloradamente su padre cuando regresaba de Upton Park en una nublada tarde de sábado. Buscó con la mirada su baúl que estaba próximo al escritorio. Negro, con detalles verdosos, el baúl tenía en el frontal una serpiente que hacía las veces de candado. El muchacho lo abrió con una leve presión sobre la lengua del animal. Su madre lo había revisado una vez más conforme a la carta recibida desde Hogwarts hacía dos meses. No faltaba nada, pero él incluyó una discreta camiseta granate con mangas celestes, que guardó dentro del caldero de latón, para usarlo de pijama. Se resignaba a tener que renunciar a sus aficiones muggles por estudiar en un colegio para jóvenes magos y brujas.

El débil titileo de las estrellas se colaba entre los cristales de su cuarto. Después de una partida al ajedrez mágico Scorpius miró su reloj de bronce, un regalo de su fallecido abuelo Lucius. Eran las once y media de la noche y faltaban menos de medio día para que atravesara por primera vez como alumno el Andén Nueve y Tres Cuartos. Mientras tanto en la otra punta del país, otro joven mago reposaba ya en su cama esperando con nerviosismo que amaneciera lo antes posible «¿Por qué tardas tanto maldito?» susurraba al Sol, cuando observaba el estrellado cielo de Godric's Hollow.
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